martes, 14 de diciembre de 2010

Indio y Gustavo

La Rolling de Diciembre llega a casa sin sorpresa. El tipo ya vio en los kioscos que en la tapa está el Indio Solari y sabe entonces que la lectura será inmediata, porque ese calvo sesentón cada vez que dice algo públicamente - y no son muchas las ocasiones en que lo hace - provoca interés genuino en aquellos que no sólo disfrutamos de su música, sino también del misterio de una personalidad enigmática y rabiosamente brutal a la hora de marcar posición en aquello que le es consultado.
Por otra parte, recorriendo las páginas de la revista me encuentro con la crónica sobre la crítica actualidad de Gustavo Cerati. Aunque denote esperanzas, se vuelve desolador pensar en el derrotero de una de las voces más brillantes de la historia del rock nacional. Así las cosas, de un día para el otro, la fuerza natural que lo acompañaba se esfumó precipitadamente y lo dejó librado a la suerte de una evolución tan lenta que parece imperceptible. Mientras tanto, sus claves musicales siguen cada vez más vigentes, desde Soda hasta los notables últimos capítulos solistas.
El Indio y Gustavo. La eterna dicotomía entre las bandas, reconvertida tras los adioses en un silencioso contrapunto de líderes inconmensurables. Quien esto escribe, no puede negar su pertenencia inicial al colectivo sodero, casi desde una infancia de padres "democrático primaverales". Sin embargo, el sabio paso del tiempo, en esa adolescencia un poco más rebelde que las esdrújulas sensuales del trío de los raros peinados nuevos, abrió camino a la mística ricotera. Y pasó lo que no necesariamente tenía que pasar. Gustó Soda. Gustó Redondos. Siguió gustando Gustavo. Siguió gustando Indio.  
Hoy lo veo a uno vital, más grande que el mito, y con una brillantez musical digna de elegidos. Me hizo sacar la vena (por triplicado, hasta hoy) de nunca haber vivido un vivo Redondo. El otro hoy permanece inmerso en una injusta agonía que entristece el alma. Ni hablar de que el regreso de Soda compensó una larga espera y que los shows solistas tuvieron vida propia, más allá del estallido cada vez que las guitarras se trasladaban al sonido Stereo. Son el Indio y Gustavo. Música, nada más ni nada menos. Sin enfrentamientos. Y con el oído y el corazón muy atentos a lo que suena.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Clase política

Hace ya casi 9 años el grito de "que se vayan todos" recorría las calles porteñas y del resto del país. La clase política había llegado a su punto más bajo en la valoración colectiva tras 18 calendarios de democracia que, si bien tuvieron algunos hitos destacables (juicio a las Juntas, ley de divorcio, fin del servicio militar obligatorio), se destacaron principalmente por decepcionar de manera profunda y constante las expectativas ciudadanas. Obediencia Debida, Punto Final, Indultos, Privatizaciones vergonzantes, Pacto de Olivos, Desempleo creciente, Pobreza extrema, Impunidad, Maldita Policía, 13% menos para los jubilados, Corralito y siguen las firmas.  Todos esos puntos, generados bajo un trasfondo de corrupción galopante y acuerdos espureos que llevaron a un abismo insondable el tipo de representatividad establecida durante tanto tiempo. El contrato implícito entre representantes y representados, tal como estaba concebido, se resquebrajó. La política se volvió mala palabra.
La recomposición institucional exhibida desde 2003 vino a clausurar, de algún modo, ese feroz cuestionamiento que se había traducido en algunas experiencias alternativas al poder dominante: asambleas y movimiento piquetero en auge y visibilizado (por lo menos hasta la masacre del Puente Pueyrredón). No se estuvo cerca de la revolución, pero el sistema político tembló como nunca antes. Sin embargo, no se fue nadie. Hubo algún atisbo de que los dinosaurios desaparecieran y un recambio de caras (aunque fundamentalmente de políticas; para muestra basta un Macri) renovara el panorama, pero finalmente los viejos carcamanes se reciclaron y hoy siguen dando vueltas por congresos, te-enes y algún que otro puesto ejecutivo no menor. Por supuesto, "notodoeslomismo", eso está claro. Sólo apuntamos un rasgo general, muy en el aire, que nos ayuda a entender el presente.
La convulsión generada alrededor del (no) debate x el Presupuesto 2011 dejó en claro que gran parte de la clase política sigue tan degradada como entonces. Lo de Camaño sólo fue una muestra extrema de esa degradación, pero los ejemplos sobran. No asustan los chanchuyos (que los hay, los hay, independientemente de Lilitas deplorables), sí la escasa capacidad para argumentar posiciones en temas centrales o la obsesión por salir en los medios para mostrar los dientes superestructuralmente, dado que el ciudadano común la ve pasar por al lado muchas veces (salvo en cuestiones que lo afectan de modo directo, tal una AUH o una estatización de AFJP, por ejemplo), ninguneando lo que debe ningunear, más allá de lo que la tele le diga de manera constante.
El sistema hoy no tiembla como entonces. No es de descartar que vuelva a hacerlo, pero los tiempos han cambiado, al igual que el clima político. Sin embargo, los resabios de esa vieja política que se denunciaba desde muchas vertientes siguen intactos. No se trata de kirchnerismo o anti-kirchnerismo. Se trata de modos y lógicas que no se destierran de un día para el otro y que, incluso, insisten en arraigarse aún más firmemente. Nunca es triste la verdad. Pero sabemos que tiene remedio (lento, pero remedio al fin). Algún día se van a ir yendo. Aunque esta vez no habría que pedírselos, sino hacerlo.

martes, 2 de noviembre de 2010

Diez años después


En una década pueden pasar (y pasarte) muchas cosas. Un país que luego de una infame y larga convertibilidad estalla en un diciembre tan agitado como trágico. Que supuestamente renace de sus cenizas y promete ser “en serio” hasta que la famosa y nunca bien ponderada coyuntura plantea escenarios decadentes, llenos de hipocresía, discursos apocalípticos y una despreocupación alarmante por la realidad de pobreza imperante en enormes franjas de la población.
También una década significa un sinfín de sensaciones en alguien que cuando escribe estas palabras tiene 24 años, vive con su novia y dentro de poco será sociólogo y que cuando arrancó el recorrido que me propongo develar apenas era un púber de 14. Alguien cargado de ilusiones que empezaba a descubrir en la música (y sobre todo en el rock) un elemento clave en la construcción de una identidad. Segundo año del colegio secundario y la pregunta por saber quién sos encuentra una incipiente y parcial respuesta en aquello que te gusta, que te moviliza, que te hace feliz. Comienza un hermoso y perdurable disfrute de cada previa, el bondi repleto de remeras y mochilas que muestran la pertenencia a ese colectivo de fervor barrial, la birra que le comprás al kiosquero y por supuesto cargás en una botella de plástico, la entrada corriendo al estadio, la multitud a tu alrededor, las rondas de pogo donde no parás de agitar, las banderas que se multiplican, el abrazo transpirado del final.
Sin embargo, en un momento no definido con exactitud, te das cuenta que creciste y que tus miradas musicales – y no sólo ellas – se ampliaron, se abrieron a nuevas influencias enriqueciéndose maravillosamente aunque con un efecto no deseado: algún amor reciente, que parecía haberte marcado a fuego, se quedaba relegado – nunca olvidado, vale aclararlo – en el camino. Sentiste que no había vuelta atrás, que se archivaba en el cajón de los recuerdos, que quizás era tan sólo una vibrante etapa de tu vida que había terminado de una vez y para siempre. Pero los recuerdos que fueron dulces y lindos siempre vuelven, las vibraciones que te erizaron la piel sólo se habían escondido, las cenizas que quedaban eran más que suficientes para encender el fuego nuevamente.
Entre 1999 y 2003, Obras, Atlanta, Huracán, La Plata, el Luna y por supuesto el consagratorio River con “Máquina de sangre” – a mi entender el álbum más flojo de su excelente discografía – fueron testigos de mi pasión piojosa. No me olvido de aquel “Tercer Arco” comprado original a principios del 97, de Diego celebrando el Ritual de todos y cada uno de los seguidores de la banda, de saberse tantas veces “fantasmas peleándole al viento”, de experimentar decenas de momentos únicos, de esos que no le podés describir bien a nadie porque sólo se viven en el ardor del vivo y en directo. Los seguí cinco años lo más que pude, disfrutando desde el instante en que conseguía la guita (mayoritariamente obtenida del bolsillo de mis viejos) para sacar esa entrada que valía oro hasta los últimos diez minutos al compás de “Finale”.Luego, por esas circunstancias que tiene la vida, no los volví a ver en un recital hasta el Quilmes Rock del año pasado donde descollaron la noche en que Sokol le dijo adiós a Las Pelotas. Ahí noté que el largo tiempo transcurrido no había hecho mella: el romance seguía vivo, la magia encantadoramente intacta. Este 30 de mayo, parece que nos vamos a despedir en serio. Aunque, como resultó claro, prefiero optar por la famosa frase “nunca digas nunca”. Y por sobre todas las cosas nos queda el esperanzador mensaje de Morella: “Mirame bien, dijo al partir, no te sorprenda volverme a ver, mirame bien, puedo morir, y una y mil veces renacer...”.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Amarillo y Negro


Toda ciudad tiene sus personajes emblemáticos. Entre la marea de seres anónimos que circulan por calles y avenidas de la furiosa Baires, siempre surge alguien que sobresale. No exactamente una figura individualizada, sino una representación general, una entidad que engloba a la amplia gama de tipos posibles, cuya existencia en particular es completamente borroneada en las apreciaciones del sentido común ciudadano. En ese sentido, “el taxista” (entrecomillado se entiende mejor) es graficado a través de tres perfiles combinados y contradictorios: 1) Un facho que reproduce o asiente las expresiones verbales de los conductores de radio más nefastos del país; 2) Un enemigo al volante, sobre todo para los ciclistas y para otros automovilistas que desean o precisan – quién sabe – ir más rápido para llegar a destino; 3) Un opinólogo que te puede hablar de absolutamente cualquier tema con una soltura envidiable y sin pelos en la lengua (sí, sí, los sociólogos a veces también). Como vemos, 1 y 3 pueden articularse, dado que podemos estar en presencia de un derechoso que opina, por ejemplo, sobre un corte de calles (porque si opina sobre el tiempo, difícil que nos demos cuenta de su matriz ideológica). De todas maneras, siempre hay excepciones que salen de estos planos tan injustos y estereotipados (que algo de real tienen; imposible negarlo). Sí, el viejo obvio que es excepcional, más allá de la imposibilidad de descartar tajantemente el punto 2. Pero el cronista no va a hacer referencia a su padre, sino a un espécimen entrañable que se topó hace un par de noches, de Congreso a Almagro por 12 mangos. La brisa primaveral había dado paso a un decidido frío de madrugada y no dio el cuero para aguantar al 86 o al 5. Así que, de los tantos tachos que venían vacíos, paré a uno. Cuarentón largo, con pelo ídem, aunque el centro de su cabeza estaba libre de cabellos. Grandote. Sonaba en su estéreo el gran “Ritual” de Los Piojos y me preguntó si venía del recital (tardé en percatarme que esa noche había tocado Ciro con su nueva banda en el Luna Park). Comenzamos a hablar del rock, con elogios desmedidos al otrora frontman piojoso – “la canción “Maradó” es la mejor que le hicieron a Diegote”, aunque eso es verdad – y con derivaciones hacia otros referentes musicales. Que el Flaco es un poeta, que el Indio sigue tocando – y cómo – pese a sus sesenta y justo doblamos en Yrigoyen. Mientras me pedía 2 pesos para darme 10 de vuelto, me tiró: “yo a los Redondos los vi 24 veces”. Boquiabierto, agarré lo que me correspondía y tuve que confesarle que lo envidiaba, que mis viejos no me dejaron a los 15 ir a verlos en el Monumental y que dos años después dijeron “hasta siempre” en Córdoba, clausurando la posibilidad de vivir una misa ricotera de aquí a la eternidad (aunque siempre se pueda pedirles que se vuelvan a juntar; por ahí, algún día lo hacen realidad). No hacía falta mucho más. Sin embargo, me agregó: “y 4 veces a Sumo”. El amarillo y el negro no siempre pegan mal.

sábado, 4 de septiembre de 2010

A pesar de las llamas

La convulsionada Buenos Aires está vacía, gracias al mágico efecto de la desaparición que tiene Enero. El aire se respira mejor, pese a la odiosa humedad y el alza de la temperatura. Hasta bajo tierra, en el mismísimo infierno, se observan cambios. Aunque ese Enero, todo parecía seguir igual.
Salió de su casa como siempre, con el tiempo justo y el paso acelerado. Los movimientos, a una determinada altura, se vuelven automáticos y repetitivos. Ya estaba en el infierno, ese territorio tan hostil como desalmado. La demora no lo preocupaba demasiado. Preguntó a alguien que estaba a su lado si hacía mucho que esperaba. Cinco minutos fue la respuesta y la consabida queja de que siempre es lo mismo. Él había llegado hace tres. No sería para tanto esta vez. Cuando abría el celular para chequear la hora, lo vio venir. Se sobresaltó como nunca. El subte venía incendiándose. Las llamaradas atravesaban todos los vagones y poseían una intensidad fulgurante. Un enloquecido griterío sacudía las entrañas. El conductor frenó. Quienes estaban en los andenes subieron. Él también. La superpoblación lo obligó a hacer un esfuerzo para entrar y amontonarse. Enseguida empezó a sentir el fuego en su cuerpo, un ardor inexplicable, jamás vivido. Creía que se iba a deshacer, que iba a verse consumido en instantes. Enseguida sería cenizas. No sólo él, sino todos. Sin embargo, absolutamente todos los pasajeros mantenían sus cuerpos imperturbables, sin rastros de heridas. Era un enjambre de gritos, que aturdía y reflejaba esa terrible sensación de estarse quemando, pero sin quemarse. El recorrido continuaba normalmente. Parecía un día más. Él sentía que no, muchos debían sentir lo mismo. Aunque en esos momentos, y a medida que las llamas no disminuían, la pregunta ineludible era: ¿sentía? Profundizando: ¿era capaz la maquinaria de la realidad de subyugarlo y hacerle perder la capacidad de sentir? ¿toda su vida se había vuelto una sucesión coordinada de repeticiones y automatismos?
Apagó el despertador y siguió dormido diez minutos más. Con los ojos aún entrecerrados, se lavó los dientes y se cambió rápido mientras el café se calentaba en el microondas. Cuando éste estuvo listo bebió unos sorbos y salió, no sin antes saludar a su novia, que descansaba en calma. Se olvidaba el mp3. Entró y se le ocurrió prender la tele. Línea A: suspendida. Maldijo un instante, bajó las escaleras del edificio y justo vio aproximarse al 132. Como rara vez sucede, se tomó el colectivo. Casi nunca recuerda sus sueños.