La convulsionada Buenos Aires está vacía, gracias al mágico efecto de la desaparición que tiene Enero. El aire se respira mejor, pese a la odiosa humedad y el alza de la temperatura. Hasta bajo tierra, en el mismísimo infierno, se observan cambios. Aunque ese Enero, todo parecía seguir igual.
Salió de su casa como siempre, con el tiempo justo y el paso acelerado. Los movimientos, a una determinada altura, se vuelven automáticos y repetitivos. Ya estaba en el infierno, ese territorio tan hostil como desalmado. La demora no lo preocupaba demasiado. Preguntó a alguien que estaba a su lado si hacía mucho que esperaba. Cinco minutos fue la respuesta y la consabida queja de que siempre es lo mismo. Él había llegado hace tres. No sería para tanto esta vez. Cuando abría el celular para chequear la hora, lo vio venir. Se sobresaltó como nunca. El subte venía incendiándose. Las llamaradas atravesaban todos los vagones y poseían una intensidad fulgurante. Un enloquecido griterío sacudía las entrañas. El conductor frenó. Quienes estaban en los andenes subieron. Él también. La superpoblación lo obligó a hacer un esfuerzo para entrar y amontonarse. Enseguida empezó a sentir el fuego en su cuerpo, un ardor inexplicable, jamás vivido. Creía que se iba a deshacer, que iba a verse consumido en instantes. Enseguida sería cenizas. No sólo él, sino todos. Sin embargo, absolutamente todos los pasajeros mantenían sus cuerpos imperturbables, sin rastros de heridas. Era un enjambre de gritos, que aturdía y reflejaba esa terrible sensación de estarse quemando, pero sin quemarse. El recorrido continuaba normalmente. Parecía un día más. Él sentía que no, muchos debían sentir lo mismo. Aunque en esos momentos, y a medida que las llamas no disminuían, la pregunta ineludible era: ¿sentía? Profundizando: ¿era capaz la maquinaria de la realidad de subyugarlo y hacerle perder la capacidad de sentir? ¿toda su vida se había vuelto una sucesión coordinada de repeticiones y automatismos?
Apagó el despertador y siguió dormido diez minutos más. Con los ojos aún entrecerrados, se lavó los dientes y se cambió rápido mientras el café se calentaba en el microondas. Cuando éste estuvo listo bebió unos sorbos y salió, no sin antes saludar a su novia, que descansaba en calma. Se olvidaba el mp3. Entró y se le ocurrió prender la tele. Línea A: suspendida. Maldijo un instante, bajó las escaleras del edificio y justo vio aproximarse al 132. Como rara vez sucede, se tomó el colectivo. Casi nunca recuerda sus sueños.
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