El 26 de junio de 2002
no fue un día más en la historia argentina. Una decisión política tomada en las
más altas esferas del Poder se tradujo en una feroz represión de las fuerzas de
seguridad al corte que organizaciones sociales realizaban en el Puente Pueyrredón.
Los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán provocaron la
indignación popular en un año donde el hambre, la pobreza y la desocupación
imperaban de manera desesperante en nuestra sociedad. “La masacre de
Avellaneda”, tal como se la conoció, había sido planificada con cruda precisión
y ejecutada con un salvajismo criminal.
Vicente Zito Lema, un
enorme poeta y periodista, se propuso, como lo señala en el post scriptum de la
segunda edición de 2010, “instalar una génesis contestataria de la belleza en
su convulsión dialéctica”. Esos hechos y la perspectiva de aunar una cuestión
histórica con una cuestión estética lo llevaron a escribir “La Pasión del
Piquetero (¡Hay que matar a los pobres!)”, una expresión literaria que se
enmarca en lo que el autor denomina Antropología Teatral Poética.
Partiendo de la
legitimidad y la urgencia del arte frente a las masacres del Poder, Zito Lema
se inspirará en la escena de la ejecución de Darío para montar una obra donde
verdugo y bufones exhiben un lenguaje tan burlón como repugnante, y donde las
víctimas – a través del coro – dejan expuesta su dignidad ante cualquier
circunstancia que procura atropellarla.
“¡Qué sería de un mundo
donde la lluvia le discute a las nubes!” plantea en la cuarta escena el verdugo.
La rebeldía generalizada en aquellos días de sangre, sudor y lágrimas exhibía
desafíos muy grandes para el Poder que buscaba reconstituirse tan sólo 6 meses
después de una de sus crisis de legitimidad más intensas. Los reclamos no
cesaban, el pueblo en sus distintas variantes se movilizaba y la calle era el
terreno natural de una protesta interminable. Aquellas nubes piqueteras
encendían la alerta entre los que tomaban las decisiones (aunque nadie los
había elegido como tal) respecto al momento y la fuerza en que la lluvia debía
llover. No había más lugar para cuestionamientos, para que el orden del sistema
se viera alterado. Las nubes debían ocupar su lugar: ser simplemente el lugar
por donde el agua cae y ubicarse en ese rol inamovible por los siglos de los
siglos.
En ese mundo patas para
arriba, la lluvia decidió que era tiempo de cortar de cuajo con la insolencia
de las nubes. Y tronó. El verdugo, ese que ejecuta obedientemente las órdenes
del Poder, lo expone bien claro: “tenía que cumplir la orden. El escarmiento.
No se puede escarmentar a todos… Buscaba un cabecilla. Lo fuera o no, ya lo
tenía marcado…”. Darío, uno más entre tantos otros, pero no cualquier otro. El
que luego sería símbolo, el que en ese momento ejemplificó en su figura toda la
dignidad de una sociedad hambreada y con perspectivas de cambio.
Con un gesto que pedía
clemencia, con esa mirada fija en los ojos de sus victimarios, Darío quedó
definitivamente atrapado: no habría clemencia y la cabeza se debía tener gacha.
“Él mismo se había puesto la cruz sobre la espalda”, nos trasmite con descaro
el personaje del verdugo, mientras los bufones festejan la afirmación, de
reminiscencias cristianas.
El libro de Zito Lema,
además de la descarnada puesta en escena de los aberrantes crímenes, tiene
otros elementos que lo vuelven una obra imprescindible para rememorar esos
hechos desde un lugar diferente, con crudeza pero con un sentir literario que
ennoblece los valores de dos luchadores sociales que dieron su vida por lo que
creyeron justo. Desde las “poéticas de la desesperación” (uno de los textos
complementarios al núcleo central) hasta los testimonios de Alberto Santillán,
el padre de Darío, y Mara y Julieta Kosteki, las hermanas de Maxi; todo
coadyuva a darle un carácter multidimensional, con las letras como fondo
ineludible, a un suceso trágico de la historia argentina reciente, clave para
entender ciertas políticas de la última década.
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