miércoles, 3 de agosto de 2011

Cuando me muera, quiero que me toquen cumbia

                       
 Soy parte de un negocio que nadie puso y que todos usan,
es la ruleta rusa y yo soy la bala que te tocó.
  Cargo con un linaje acumulativo de mishiadura,
y un alma que supura veneno de otra generación.
 
Agarrate Catalina, “La Violencia”

"Violencia es mentir". En esas tres palabras, el Indio Solari graficó, con su agudeza habitual, un estado de época. El neoliberalismo en su versión argentina arrojó a millones de argentinos debajo de la línea de pobreza en la década del 90. Aunque muchos hayan revivido en la escala social producto de cierta recuperación económica, persiste un núcleo - a esta altura - estructural de gente que no. Una generación entera de pibes que hoy tienen 15 o 20 años no saben, por ejemplo, lo que es tener un padre con laburo. Y la violencia a la que muchas veces se ven empujados es sólo la respuesta a una violencia infinitamente mayor y perversa: la de un sistema que miente y excluye cada día un poco más.

Víctor Manuel "El Frente" Vital era uno de esos pibes. Nacido en la transición democrática, fallece a los 17 años vía lo que conocemos como "gatillo fácil" en una villa de San Fernando. Desde entonces, lo que constituía otro joven atrapado por las balas de la Bonaerense asesina da paso a la increíble generación de un mito que Cristian Alarcón revela en toda su magnitud en el extraordinario "Cuando me muera quiero que me toquen cumbia". Publicado por Editorial Norma en 2003, "Cuando me muera..." es una brillante radiografía de los cambios sociales que experimentó nuestro país, visualizados a través de los "pibes chorros", esa denominación despectiva que utiliza una mayoría social y que aquí Alarcón resignifica presentando el contexto de su accionar y las variaciones en sus metodologías (con una frondosa investigación cualitativa alrededor del famoso tema de los "códigos").

Invocar el nombre de “El Frente” es la llave que le permite al escritor chileno adentrarse en los pasillos de la Villa y en las historias que éstos atesoran. Como menciona en el prólogo, la muerte de Vital, un pibe que desde los 13 comenzó a experimentar una pasión por el riesgo y los peligros que implica una vida al borde de la ley, “incluye su santificación y al mismo tiempo el final de una época”. Si Víctor Manuel (¡qué bello nombre!) y sus amigos repartían parte de sus botines entre la vecindad, los “nuevos chorros” – perdidos en la locura de su adicción a drogas exponencialmente autodestructivas – no poseen ningún límite al momento de elegir sus víctimas del afano. Una realidad cada vez más cruda ha logrado que la capacidad de elección de dichos seres se encuentre completamente devastada, inclusive en ese plano. 

En ese sentido, la relación con los transas - que prefigura la exploración directa de estos especímenes en su próxima novela - es uno de los ejes que atraviesa la crónica a través de sus 9 capítulos. Para las madres de los pibes que caen y caen en los institutos de menores por sus repetidos delitos, no es sólo la policía y su persecución permanente al morocho la responsable de que sus hijos, a partir de una determinada edad, pasen más tiempo entre rejas que en el colegio o el precario hogar. "Si el transa no vendiera drogas, los chicos no se drogan y no roban" es la asociación que establecen quiénes visualizan, no sin tristeza, esa calesita interminable, ese derrotero que conduce únicamente al desasosiego.


La zona del país donde la brecha entre ricos y pobres es abismal, donde apenas unas cuadras separan el lujo de la miseria, no deja lugar para los débiles. El Frente construye su propia película siendo el más pillo entre los pillos, pero forjado en los viejos códigos de los chorros de antaño. Sin embargo, el contexto en el que Alarcón se inmiscuye para brindarnos una narración sin fisuras difiere notablemente de la época de Víctor y sus amistades. Sólo un par de años han transcurrido, pero la bolsita de pegamento es más frecuente, la edad de "iniciación" decreció con lastimosa angustia y la vecina de la otra cuadra puede ser tan víctima de un robo como una tienda de Nike en Palermo. Si a uno "lo consideraban tan poderoso como para torcer el destino de las balas y salvar a los pibes chorros de la metralla", hoy el primer disparo viene del paco. Y es casi tan fulminante como el de la yuta. 

Minucioso, con una mirada desencarnada que llega hasta las entrañas de los retratados, Alarcón nos regala una novela fundamental para entender, aunque sea nomás por esos instantes de compulsiva adicción que se suceden hoja tras hoja, la existencia de un mundo en los márgenes al que ningún alma sensible puede sentirse ajeno.

Sin embargo, las sensaciones que dejan la lectura y el compendio de imágenes que vislumbra cada historia es que esas almas (concretizadas en algún tipo de militancia social que se precie de tal) no llegan ahí. No es que no lo intenten (el clásico “laburo en la villa” sigue vigente), sino que hay algo tan profundo, tan insondable, que el acortamiento de distancias sociales se vuelve una misión imposible.

Esa visión pesimista, aunque con una innegable base de realidad, es aminorada en el excelente trabajo del escritor chileno que nos obliga a quemarnos la cabeza para intentar que ese “plan perfecto que ha salido mal” se transforme en vida, en mentes libres que puedan avizorar un futuro mejor. El Frente, en su desenfrenada carrera hacia una muerte segura, así lo hubiera querido para los suyos. En las palabras y también en los hechos.


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