sábado, 25 de septiembre de 2010

Amarillo y Negro


Toda ciudad tiene sus personajes emblemáticos. Entre la marea de seres anónimos que circulan por calles y avenidas de la furiosa Baires, siempre surge alguien que sobresale. No exactamente una figura individualizada, sino una representación general, una entidad que engloba a la amplia gama de tipos posibles, cuya existencia en particular es completamente borroneada en las apreciaciones del sentido común ciudadano. En ese sentido, “el taxista” (entrecomillado se entiende mejor) es graficado a través de tres perfiles combinados y contradictorios: 1) Un facho que reproduce o asiente las expresiones verbales de los conductores de radio más nefastos del país; 2) Un enemigo al volante, sobre todo para los ciclistas y para otros automovilistas que desean o precisan – quién sabe – ir más rápido para llegar a destino; 3) Un opinólogo que te puede hablar de absolutamente cualquier tema con una soltura envidiable y sin pelos en la lengua (sí, sí, los sociólogos a veces también). Como vemos, 1 y 3 pueden articularse, dado que podemos estar en presencia de un derechoso que opina, por ejemplo, sobre un corte de calles (porque si opina sobre el tiempo, difícil que nos demos cuenta de su matriz ideológica). De todas maneras, siempre hay excepciones que salen de estos planos tan injustos y estereotipados (que algo de real tienen; imposible negarlo). Sí, el viejo obvio que es excepcional, más allá de la imposibilidad de descartar tajantemente el punto 2. Pero el cronista no va a hacer referencia a su padre, sino a un espécimen entrañable que se topó hace un par de noches, de Congreso a Almagro por 12 mangos. La brisa primaveral había dado paso a un decidido frío de madrugada y no dio el cuero para aguantar al 86 o al 5. Así que, de los tantos tachos que venían vacíos, paré a uno. Cuarentón largo, con pelo ídem, aunque el centro de su cabeza estaba libre de cabellos. Grandote. Sonaba en su estéreo el gran “Ritual” de Los Piojos y me preguntó si venía del recital (tardé en percatarme que esa noche había tocado Ciro con su nueva banda en el Luna Park). Comenzamos a hablar del rock, con elogios desmedidos al otrora frontman piojoso – “la canción “Maradó” es la mejor que le hicieron a Diegote”, aunque eso es verdad – y con derivaciones hacia otros referentes musicales. Que el Flaco es un poeta, que el Indio sigue tocando – y cómo – pese a sus sesenta y justo doblamos en Yrigoyen. Mientras me pedía 2 pesos para darme 10 de vuelto, me tiró: “yo a los Redondos los vi 24 veces”. Boquiabierto, agarré lo que me correspondía y tuve que confesarle que lo envidiaba, que mis viejos no me dejaron a los 15 ir a verlos en el Monumental y que dos años después dijeron “hasta siempre” en Córdoba, clausurando la posibilidad de vivir una misa ricotera de aquí a la eternidad (aunque siempre se pueda pedirles que se vuelvan a juntar; por ahí, algún día lo hacen realidad). No hacía falta mucho más. Sin embargo, me agregó: “y 4 veces a Sumo”. El amarillo y el negro no siempre pegan mal.

sábado, 4 de septiembre de 2010

A pesar de las llamas

La convulsionada Buenos Aires está vacía, gracias al mágico efecto de la desaparición que tiene Enero. El aire se respira mejor, pese a la odiosa humedad y el alza de la temperatura. Hasta bajo tierra, en el mismísimo infierno, se observan cambios. Aunque ese Enero, todo parecía seguir igual.
Salió de su casa como siempre, con el tiempo justo y el paso acelerado. Los movimientos, a una determinada altura, se vuelven automáticos y repetitivos. Ya estaba en el infierno, ese territorio tan hostil como desalmado. La demora no lo preocupaba demasiado. Preguntó a alguien que estaba a su lado si hacía mucho que esperaba. Cinco minutos fue la respuesta y la consabida queja de que siempre es lo mismo. Él había llegado hace tres. No sería para tanto esta vez. Cuando abría el celular para chequear la hora, lo vio venir. Se sobresaltó como nunca. El subte venía incendiándose. Las llamaradas atravesaban todos los vagones y poseían una intensidad fulgurante. Un enloquecido griterío sacudía las entrañas. El conductor frenó. Quienes estaban en los andenes subieron. Él también. La superpoblación lo obligó a hacer un esfuerzo para entrar y amontonarse. Enseguida empezó a sentir el fuego en su cuerpo, un ardor inexplicable, jamás vivido. Creía que se iba a deshacer, que iba a verse consumido en instantes. Enseguida sería cenizas. No sólo él, sino todos. Sin embargo, absolutamente todos los pasajeros mantenían sus cuerpos imperturbables, sin rastros de heridas. Era un enjambre de gritos, que aturdía y reflejaba esa terrible sensación de estarse quemando, pero sin quemarse. El recorrido continuaba normalmente. Parecía un día más. Él sentía que no, muchos debían sentir lo mismo. Aunque en esos momentos, y a medida que las llamas no disminuían, la pregunta ineludible era: ¿sentía? Profundizando: ¿era capaz la maquinaria de la realidad de subyugarlo y hacerle perder la capacidad de sentir? ¿toda su vida se había vuelto una sucesión coordinada de repeticiones y automatismos?
Apagó el despertador y siguió dormido diez minutos más. Con los ojos aún entrecerrados, se lavó los dientes y se cambió rápido mientras el café se calentaba en el microondas. Cuando éste estuvo listo bebió unos sorbos y salió, no sin antes saludar a su novia, que descansaba en calma. Se olvidaba el mp3. Entró y se le ocurrió prender la tele. Línea A: suspendida. Maldijo un instante, bajó las escaleras del edificio y justo vio aproximarse al 132. Como rara vez sucede, se tomó el colectivo. Casi nunca recuerda sus sueños.