Hace ya casi 9 años el grito de "que se vayan todos" recorría las calles porteñas y del resto del país. La clase política había llegado a su punto más bajo en la valoración colectiva tras 18 calendarios de democracia que, si bien tuvieron algunos hitos destacables (juicio a las Juntas, ley de divorcio, fin del servicio militar obligatorio), se destacaron principalmente por decepcionar de manera profunda y constante las expectativas ciudadanas. Obediencia Debida, Punto Final, Indultos, Privatizaciones vergonzantes, Pacto de Olivos, Desempleo creciente, Pobreza extrema, Impunidad, Maldita Policía, 13% menos para los jubilados, Corralito y siguen las firmas. Todos esos puntos, generados bajo un trasfondo de corrupción galopante y acuerdos espureos que llevaron a un abismo insondable el tipo de representatividad establecida durante tanto tiempo. El contrato implícito entre representantes y representados, tal como estaba concebido, se resquebrajó. La política se volvió mala palabra.
La recomposición institucional exhibida desde 2003 vino a clausurar, de algún modo, ese feroz cuestionamiento que se había traducido en algunas experiencias alternativas al poder dominante: asambleas y movimiento piquetero en auge y visibilizado (por lo menos hasta la masacre del Puente Pueyrredón). No se estuvo cerca de la revolución, pero el sistema político tembló como nunca antes. Sin embargo, no se fue nadie. Hubo algún atisbo de que los dinosaurios desaparecieran y un recambio de caras (aunque fundamentalmente de políticas; para muestra basta un Macri) renovara el panorama, pero finalmente los viejos carcamanes se reciclaron y hoy siguen dando vueltas por congresos, te-enes y algún que otro puesto ejecutivo no menor. Por supuesto, "notodoeslomismo", eso está claro. Sólo apuntamos un rasgo general, muy en el aire, que nos ayuda a entender el presente.
La convulsión generada alrededor del (no) debate x el Presupuesto 2011 dejó en claro que gran parte de la clase política sigue tan degradada como entonces. Lo de Camaño sólo fue una muestra extrema de esa degradación, pero los ejemplos sobran. No asustan los chanchuyos (que los hay, los hay, independientemente de Lilitas deplorables), sí la escasa capacidad para argumentar posiciones en temas centrales o la obsesión por salir en los medios para mostrar los dientes superestructuralmente, dado que el ciudadano común la ve pasar por al lado muchas veces (salvo en cuestiones que lo afectan de modo directo, tal una AUH o una estatización de AFJP, por ejemplo), ninguneando lo que debe ningunear, más allá de lo que la tele le diga de manera constante.
El sistema hoy no tiembla como entonces. No es de descartar que vuelva a hacerlo, pero los tiempos han cambiado, al igual que el clima político. Sin embargo, los resabios de esa vieja política que se denunciaba desde muchas vertientes siguen intactos. No se trata de kirchnerismo o anti-kirchnerismo. Se trata de modos y lógicas que no se destierran de un día para el otro y que, incluso, insisten en arraigarse aún más firmemente. Nunca es triste la verdad. Pero sabemos que tiene remedio (lento, pero remedio al fin). Algún día se van a ir yendo. Aunque esta vez no habría que pedírselos, sino hacerlo.
La ecuación da: literatura + música + política + fútbol (señalando los tópicos más notables y no necesariamente en un orden determinado). La referencia del título lo mira a Arlt, pero también podría apuntar a un Walsh. A veces no hay sintesis posible.
jueves, 18 de noviembre de 2010
Clase política
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martes, 2 de noviembre de 2010
Diez años después
En una década pueden pasar (y pasarte) muchas cosas. Un país que luego de una infame y larga convertibilidad estalla en un diciembre tan agitado como trágico. Que supuestamente renace de sus cenizas y promete ser “en serio” hasta que la famosa y nunca bien ponderada coyuntura plantea escenarios decadentes, llenos de hipocresía, discursos apocalípticos y una despreocupación alarmante por la realidad de pobreza imperante en enormes franjas de la población.
También una década significa un sinfín de sensaciones en alguien que cuando escribe estas palabras tiene 24 años, vive con su novia y dentro de poco será sociólogo y que cuando arrancó el recorrido que me propongo develar apenas era un púber de 14. Alguien cargado de ilusiones que empezaba a descubrir en la música (y sobre todo en el rock) un elemento clave en la construcción de una identidad. Segundo año del colegio secundario y la pregunta por saber quién sos encuentra una incipiente y parcial respuesta en aquello que te gusta, que te moviliza, que te hace feliz. Comienza un hermoso y perdurable disfrute de cada previa, el bondi repleto de remeras y mochilas que muestran la pertenencia a ese colectivo de fervor barrial, la birra que le comprás al kiosquero y por supuesto cargás en una botella de plástico, la entrada corriendo al estadio, la multitud a tu alrededor, las rondas de pogo donde no parás de agitar, las banderas que se multiplican, el abrazo transpirado del final.
Sin embargo, en un momento no definido con exactitud, te das cuenta que creciste y que tus miradas musicales – y no sólo ellas – se ampliaron, se abrieron a nuevas influencias enriqueciéndose maravillosamente aunque con un efecto no deseado: algún amor reciente, que parecía haberte marcado a fuego, se quedaba relegado – nunca olvidado, vale aclararlo – en el camino. Sentiste que no había vuelta atrás, que se archivaba en el cajón de los recuerdos, que quizás era tan sólo una vibrante etapa de tu vida que había terminado de una vez y para siempre. Pero los recuerdos que fueron dulces y lindos siempre vuelven, las vibraciones que te erizaron la piel sólo se habían escondido, las cenizas que quedaban eran más que suficientes para encender el fuego nuevamente.
Entre 1999 y 2003, Obras, Atlanta, Huracán, La Plata, el Luna y por supuesto el consagratorio River con “Máquina de sangre” – a mi entender el álbum más flojo de su excelente discografía – fueron testigos de mi pasión piojosa. No me olvido de aquel “Tercer Arco” comprado original a principios del 97, de Diego celebrando el Ritual de todos y cada uno de los seguidores de la banda, de saberse tantas veces “fantasmas peleándole al viento”, de experimentar decenas de momentos únicos, de esos que no le podés describir bien a nadie porque sólo se viven en el ardor del vivo y en directo. Los seguí cinco años lo más que pude, disfrutando desde el instante en que conseguía la guita (mayoritariamente obtenida del bolsillo de mis viejos) para sacar esa entrada que valía oro hasta los últimos diez minutos al compás de “Finale”.Luego, por esas circunstancias que tiene la vida, no los volví a ver en un recital hasta el Quilmes Rock del año pasado donde descollaron la noche en que Sokol le dijo adiós a Las Pelotas. Ahí noté que el largo tiempo transcurrido no había hecho mella: el romance seguía vivo, la magia encantadoramente intacta. Este 30 de mayo, parece que nos vamos a despedir en serio. Aunque, como resultó claro, prefiero optar por la famosa frase “nunca digas nunca”. Y por sobre todas las cosas nos queda el esperanzador mensaje de Morella: “Mirame bien, dijo al partir, no te sorprenda volverme a ver, mirame bien, puedo morir, y una y mil veces renacer...”.
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