viernes, 30 de noviembre de 2012

La pasión del piquetero


El 26 de junio de 2002 no fue un día más en la historia argentina. Una decisión política tomada en las más altas esferas del Poder se tradujo en una feroz represión de las fuerzas de seguridad al corte que organizaciones sociales realizaban en el Puente Pueyrredón. Los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán provocaron la indignación popular en un año donde el hambre, la pobreza y la desocupación imperaban de manera desesperante en nuestra sociedad. “La masacre de Avellaneda”, tal como se la conoció, había sido planificada con cruda precisión y ejecutada con un salvajismo criminal.


 
Vicente Zito Lema, un enorme poeta y periodista, se propuso, como lo señala en el post scriptum de la segunda edición de 2010, “instalar una génesis contestataria de la belleza en su convulsión dialéctica”. Esos hechos y la perspectiva de aunar una cuestión histórica con una cuestión estética lo llevaron a escribir “La Pasión del Piquetero (¡Hay que matar a los pobres!)”, una expresión literaria que se enmarca en lo que el autor denomina Antropología Teatral Poética.

Partiendo de la legitimidad y la urgencia del arte frente a las masacres del Poder, Zito Lema se inspirará en la escena de la ejecución de Darío para montar una obra donde verdugo y bufones exhiben un lenguaje tan burlón como repugnante, y donde las víctimas – a través del coro – dejan expuesta su dignidad ante cualquier circunstancia que procura atropellarla.

“¡Qué sería de un mundo donde la lluvia le discute a las nubes!” plantea en la cuarta escena el verdugo. La rebeldía generalizada en aquellos días de sangre, sudor y lágrimas exhibía desafíos muy grandes para el Poder que buscaba reconstituirse tan sólo 6 meses después de una de sus crisis de legitimidad más intensas. Los reclamos no cesaban, el pueblo en sus distintas variantes se movilizaba y la calle era el terreno natural de una protesta interminable. Aquellas nubes piqueteras encendían la alerta entre los que tomaban las decisiones (aunque nadie los había elegido como tal) respecto al momento y la fuerza en que la lluvia debía llover. No había más lugar para cuestionamientos, para que el orden del sistema se viera alterado. Las nubes debían ocupar su lugar: ser simplemente el lugar por donde el agua cae y ubicarse en ese rol inamovible por los siglos de los siglos.

En ese mundo patas para arriba, la lluvia decidió que era tiempo de cortar de cuajo con la insolencia de las nubes. Y tronó. El verdugo, ese que ejecuta obedientemente las órdenes del Poder, lo expone bien claro: “tenía que cumplir la orden. El escarmiento. No se puede escarmentar a todos… Buscaba un cabecilla. Lo fuera o no, ya lo tenía marcado…”. Darío, uno más entre tantos otros, pero no cualquier otro. El que luego sería símbolo, el que en ese momento ejemplificó en su figura toda la dignidad de una sociedad hambreada y con perspectivas de cambio.

Con un gesto que pedía clemencia, con esa mirada fija en los ojos de sus victimarios, Darío quedó definitivamente atrapado: no habría clemencia y la cabeza se debía tener gacha. “Él mismo se había puesto la cruz sobre la espalda”, nos trasmite con descaro el personaje del verdugo, mientras los bufones festejan la afirmación, de reminiscencias cristianas.

El libro de Zito Lema, además de la descarnada puesta en escena de los aberrantes crímenes, tiene otros elementos que lo vuelven una obra imprescindible para rememorar esos hechos desde un lugar diferente, con crudeza pero con un sentir literario que ennoblece los valores de dos luchadores sociales que dieron su vida por lo que creyeron justo. Desde las “poéticas de la desesperación” (uno de los textos complementarios al núcleo central) hasta los testimonios de Alberto Santillán, el padre de Darío, y Mara y Julieta Kosteki, las hermanas de Maxi; todo coadyuva a darle un carácter multidimensional, con las letras como fondo ineludible, a un suceso trágico de la historia argentina reciente, clave para entender ciertas políticas de la última década.